Desde niños nos hacen creer que el éxito está en ir al colegio, la universidad, estudiar algo que “tenga salida”, conseguir trabajo con un buen salario, comprar cosas materiales, viajar, ahorrar dinero y con algo de suerte lograr una pensión, al menos así era en mi época. También nos inculcaron que sólo las personas con dinero pueden ser exitosas, que sin dinero no puedes empezar a construir tus sueños. Hoy por hoy existen coaching sobre casi todos los temas y profesiones, pues nos hacen creer que necesitamos de alguien que nos guie y nos impulse todo el tiempo para lograr nuestras metas. Las redes sociales están inundadas de métodos, cursos, ‘sistemas probados’, podcast, etc. que enseñan cómo adquirir la disciplina para equis cosa, con la promesa de llevarte directo al éxito y generar tu primer millón de dólares en ventas, y si eso no funciona, tranquilo, debes soltar y buscar algo mejor, pero ¿qué pasaba cuando no había redes sociales?, cuando el acceso a internet era un lujo o no existían aun los smartphones.
Esta es mi historia, el primer paso que di para alcanzar mi sueño de ser arquitecta cuando tenía tan sólo 10 años.


Para entrar en contexto, debo contarles que mi papá nació en 1959 en la ‘bella hija del sol’, hijo de un trabajador de la industria petrolera y una ama de casa (mis abuelos a los que siempre admiré con devoción), el tercero entre seis hijos, criado en un modelo machista, que pasó por varios colegios y no se graduó de bachillerato, (aunque cursó 11° grado en un colegio privado) por su indisciplina, cosa que contaba como una anécdota graciosa, quien, en lugar de pensar en ir a la universidad, decidió aprender el ‘arte’ de mi abuelo, se hizo electricista y con eso consiguió el sustento de su hogar hasta su último día en esta tierra. Desde que tengo uso de razón lo vi sentado en su taller, arreglando todo tipo de electrodomésticos, siempre dispuesto a ayudar a sus vecinos y amigos, animando hasta el alma más triste con sus chistes, a veces un poco subidos de tono, ¡todo un personaje! Alternaba su arte con otros empleos: fue conductor de la funeraria García, transportador de muebles, pintor, celador, entre otros, durante unos años junto con mi mamá preparaban y vendían comida en casa y para otros establecimientos, de ahí heredé la buena sazón y el amor por la comida. Nada educa mejor que el ejemplo, sus frases célebres eran “el trabajo no es deshonra” y “mija, aprenda un arte”. A ese hombre se podría decir que yo, la primogénita de sus tres hijos, su única hija mujer, lo movía con un dedo. La verdad es que desde muy pequeña mostré tener carácter, debatir mis opiniones o podría decirse que ‘salirme con la mía’.


Cuando tenía 10 años y estaba en quinto de primaria, recibí varias clases de dibujo técnico impartida por los soldados lo bachilleres que alfabetizaban en las escuelas, aprendí cómo usar la regla, escuadras, unidades de medida, conocí el punto y la línea, a hacer figuras geométricas, perspectivas sencillas y algo dentro de mi ¡despertó!, un amor inimaginable por la arquitectura, sin siquiera saber todo lo que albergaba esa palabra. Un día pregunté a uno de los docentes, ¿en dónde podía seguir tomando clases de dibujo técnico? y la respuesta fue simple: “en el Industrial”. Ese nombre me era tan familiar, ya que varios tíos y primos se habían graduado de ahí, sumado a las anécdotas contadas por mi papá en el glorioso Instituto Técnico Superior Industrial de Barrancabermeja (ITSI) antes de que lo expulsaran. Desde allí se convirtió en mi norte, mi sueño a alcanzar, mi meta, el primer paso que me llevaría a ser arquitecta.
Finalizando año escolar a punto de graduarme de quinto de primaria hablé con mi papá acerca de mi intención de estudiar en el colegio Industrial para ser dibujante, se imaginaran su reacción y negación inmediata, ese Colegio que había sido masculino desde 1962, sólo tenía educación secundaria y le traía tantos recuerdos, no tengo claro desde cuando se volvió un colegio mixto, pero lo cierto es que para mi época (1998) en un salón de 40 estudiantes aprox., si tenían suerte quedaban 5 mujeres y el resto eran hombres, para mi papá, eso no estaba en sus planes que su única hija estuviera rodeada de tantos hombres y su respuesta fue un no rotundo. En sus cálculos yo debía ir a la escuela Normal de señoritas o al colegio Santa Teresita, ambos colegios eran femeninos y yo, sentía que no podía respirar, no me alcanzaba a imaginar cómo sería pasar 6 años estudiando sólo con mujeres, después de haber estudiado en escuelas mixtas en donde fui tan feliz, aunque no lo parezca en esta foto.

Escuela Santa Cecilia. Recuerdo de fin de año – 5° Primaria. Barrancabermeja, 1997.
Yo no quería ir a una escuela de niñas.
Una noche me llené de valor y le dije a mi papá que quería presentar el examen de admisión en el ITSI, que yo no quería ir a los colegios que él tenía en mente, que yo quería ser arquitecta y ese era el único colegio que tenía dibujo técnico. Era mi ruta, mi única opción y después de mucho insistir, me inscribió para presentar el examen de admisión.
Llegó mi gran día y ¡malas noticias!, no aprobé, recuerdo estar parada frente a la cartelera buscando mi nombre entre los cientos de niños que nos presentamos y quedé en el segundo lugar después de llenarse todos los cupos de los salones para el año 1998. Para mi papá fue un alivio, -supongo -, ahora yo tenía que decidir ¿cuál uniforme usar? los cuadritos azules de la Escuela Normal de señoritas -actualmente es la Escuela Normal Superior Cristo Rey, colegio mixto-, para convertirme en docente algún día, algo irónico porque la paciencia y yo no somos amigas; o ir al Colegio Santa Teresita y vestir con cuadritos marrones con zapatos de Mafalda. Todo mi ser decía que no y dije que no hasta que mi aliento lo permitió. Día tras día me llené de valor y le decía a mi papá que yo quería ir al ITSI, ahora no sé quién era más testarudo.

Llegó enero, todos mis amigos se preparaban para ir a sus colegios y yo seguía sin elegir un uniforme. Una semana antes de que empezaran las clases, mi papá que a pesar de levantarme la voz y exponer sus motivos, me escuchaba y tenía en consideración mis deseos, decidió no matricularme en ninguna de las escuelas que él proponía hasta contar con mi aprobación. Recuerdo que él estaba desesperado, se rascaba la cabeza, caminaba de un lado a otro, hablaba con los vecinos pidiendo consejos, mi mamá le había dejado todo en sus manos, y de repente se le vino a la mente el nombre de una prima lejana que trabajaba en el ITSI, agarró su ‘monareta’ (la bicicleta por la que tengo varias cicatrices en mis codos y rodillas) y se fue a hablar con ella. Llegó cabizbajo, con pocas esperanzas, lo único que podíamos hacer era esperar que dos niños no se presentaran y yo pudiera entrar en su lugar.
Llegamos a mitad de febrero, todos los colegios habían empezado clases hacía dos semanas y yo seguía en casa, sin uniforme alguno, con la convicción intacta y una extraña serenidad (que sólo Dios sabe darme en momentos de dificultad), con esa misma calma le dije a mi papá: “me voy a quedar en casa este año y voy a estudiar para aprobar el examen de admisión para el año entrante”, mi papá me miraba perplejo, ya no tenía palabras, desarmado por completo. ¿Cómo podía ganar esa batalla una niña de 11 años?, no sé cuántos cabellos perdió, si pudo dormir o no, -yo por el contrario si dormía tranquila-, hasta que un lunes por la mañana mi papá recibió la noticia de que habían abierto un cupo para mí en el ITSI. Yo me sentía flotando entre nubes y volví a respirar con tranquilidad. Ese fue uno de los momentos más felices en toda mi vida. Nunca supe si dos niños no se presentaron o si Dios hizo su obra y pude cumplir mi sueño, ese primer paso que me llevaría a ser arquitecta.
Un camino que apenas empezaba.
No fue la única vez que reté a mi papá, ni fue la única vez que mi papá me escuchó y me apoyó. Como ya saben él era electricista y entre las opciones del ITSI estaban los talleres de: Mecánica automotriz (Motores), Mecánica Industrial, Metalistería, Fundición, Electricidad y Dibujo Técnico, en ese entonces, actualmente cuentan con Electrónica como especialización. La metodología del ITSI era que los estudiantes pudieran conocer acerca de todos los talleres durante 6° y 7° grado y de los dos talleres en donde alcanzara las mejores calificaciones podrían escoger la especialización a partir de 8° hasta 11°, pero algo extraño sucedió ese año -Dios obrando de nuevo- y nos rotaron por todos los talleres en sexto grado. Cuando llegó el momento de elegir mi especialización para el siguiente año escolar hablé con mi papá de nuevo (yo le consultaba todo a él), le conté que había aprobado dibujo técnico y electricidad con 10/10 y debía elegir ¿? Los otros talleres nunca fueron de mi interés.
Le pregunté ¿papi cuál especialización quiere que elija?, él me dijo: “la que más le guste”, dentro de mí tenía miedo de herir sus sentimientos por no escoger ser electricista como él, y después de una larga pausa me atreví a decir en voz alta “quiero ser dibujante”. Él me miró y me dijo: “está bien, debe escoger lo que la haga feliz” y siguió trabajando en su taller. Que lección más bonita aprendí. ¡Ay! Cómo extraño a mi gordo, fue genial conmigo, siempre que lo llevara en la buena -jeje-. Esa fue mi segunda batalla ganada de las muchas que me faltaban para lograr mi gran sueño.

Tuve la fortuna de estudiar dibujo técnico por 5 años, realmente fue una especialización, cada año tenía un tema, el más difícil y retador fue en 10° cuando vimos dibujo mecánico, benditas perspectivas de piñones, ruedas dentadas y cadenas triples hechas a mano, primero a lápiz y luego entintadas con rapidógrafos sobre papel pergamino. Sólo Dios sabe lo que lloré noches enteras considerando desistir, pero mi meta era clara, llegar como dibujante a 11° grado cuando por fin aprendería dibujo arquitectónico. Valió la pena cada lágrima derramada, cada plano destruido, todas las veces que empecé de cero, ¡Todo lo valió! Pude diseñar mi primera casa a los 16 años, además de aprender sobre redes hidrosanitarias, eléctricas, despiece estructural, presupuestos, etc., y estudiar AutoCAD en el SENA, destacándome siempre, oportunidad que me daría mi primer empleo como delineante en Barrancabermeja, pero eso es otra historia.
Cada paso firme que daba me acercaba a mi meta, en diciembre del año 2003 me gradué como bachiller técnico industrial con especialidad en dibujo técnico y mi sueño de ser arquitecta se veía tan cerca, la Universidad Santo Tomás en Bucaramanga era mi próxima parada, pero, después de una honesta conversación con mi papá, este sueño murió, él no contaba con los recursos para pagarme una carrera, en ninguna universidad y jamás le reclamé. Poco a poco me despedí de mis amigos que se mudaron a otras ciudades y yo me quedé en casa. Debía hacer un nuevo plan, hice tantos cursos como pude en el SENA y en iglesias, si, además de AutoCAD básico y avanzado, interpretación de planos y mecanografía para máquina eléctrica, aprendí a hacer manicure y pedicure, masajes relajantes y reductores, recordando siempre que “el trabajo no es deshonra” y “debía aprender un arte”; atendí la casa, cuidé de mis hermanos y una vez más volví a soñar. Me preparaba para una siguiente batalla.
Empezando de cero, pero no desde cero.
Para el año 2004 empecé a trabajar con un arquitecto que al final de 2 meses de prueba me dijo que yo era muy lenta dibujando y tuve que dedicarme a arreglar uñas el resto del año, labor en la que también me destaqué e hice buenas amigas. Inició el año 2005 y mi sueño seguía intacto, sólo quería ser arquitecta, pero ¿cómo lo lograría? Y a la primera oportunidad que tuve de mudarme a Bucaramanga la tomé. En Semana Santa del 2005 llegué a la ‘Ciudad Bonita’, a casa de mi tía Esther, con un morral, $30.000 pesos que mi amiga Luna me había prestado y el portafolio de mis trabajos hechos a mano. Toqué la puerta de unos arquitectos que me acogieron y me dieron un espacio para aprender más y meses más tarde pude ejercer como delineante, gracias a Iván Solano y William Celis, me convertí en la delineante más rápida, al menos de esa oficina, hice muchos amigos y ahí conocí al amor de mi vida, hoy es mi esposo y padre de mis hijas. Pasé por muchos retos, grandes logros y pequeños, me sentí vencida tantas veces, especialmente cuando me enfermaba. Fueron 6 años en donde puse en primer lugar mi carrera y trabajo por encima del amor y la diversión, y con mucho esfuerzo logré mi título de Arquitecta en el año 2014. De esa etapa sale un libro entero de anécdotas y una lista grande de personas a las que agradezco y llevo en mi corazón.



Al leer esta historia, aplaudo a la Nelly de 11 años que luchó y defendió sus ideas, agradezco a mi papá (que hoy vive en el cielo) por escucharme, por creer en mí a pesar de no estar de acuerdo con mis decisiones siempre. Y aunque no pudo ayudarme económicamente con mi carrera, siempre tenía una voz de aliento cuando yo sentía que no podía más y estuvo orgulloso a mi lado cuando recibí mi título.
Y si, en el camino me encontré con personas que me dijeron “mejor estudie otra cosa, algo que le de dinero”, un profesor en primer semestre me dijo “mejor siga como delineante, usted no sirve para la arquitectura”, me dijeron “¿porque no estudia topografía? eso es algo que está más a su alcance”, etc, etc, etc. Siempre vamos a encontrar personas que hablan desde sus limitaciones, no desde las nuestras. Aprendí a escucharme, a creer en mis sueños, entre más inalcanzables mejor y creo que eso es lo que me ha llevado lejos, no sólo en arquitectura y construcción, también construyendo familia, emprendiendo como pastelera y ahora escribiendo mi historia para ustedes.



Reflexiono en como con los años adquiridos, a veces permitimos que otros silencien nuestra voz, que ridiculicen nuestros sueños y nos llevan a ceder ante cosas que nos quitan felicidad, que nos restan vida, que nos alejan de nuestro ser. Quiero seguir siendo esa Nelly de 11 años, que creyó y perseveró sin temor por sus sueños, quiero seguir luchando por mis ideas, aunque nadie más las entienda y un día vivir en ese castillo frente al mar en Irlanda que está esperando. Así de grandes deben ser los sueños. Entendí que el éxito no se trata de conseguir un trabajo y esperar la pensión, es cada paso que damos, atrevernos a levantar la voz, ser escuchados y escuchar a los demás, no tener miedo al ridículo o al qué dirán, cumplir pequeños sueños que alimentan el espíritu y la vida misma día a día, como comer una hamburguesa con papas y gaseosa junto con amigos, ir al cine, bailar en la cocina, leer un libro, ver un atardecer, vivir el hoy. ¡Eso también es felicidad! Eso también es éxito.
Hoy que soy mamá, me tomo el tiempo de escuchar con atención a mis hijas, de observar sus aptitudes, de orientarlas y ayudarles a fortalecer sus habilidades para que un día persigan sus sueños sin temor, con amor, disciplina, respeto por sus ideas, con convicción, perseverancia y sobre todo que escuchen lo que hay en su interior, no el ruido que hacen los demás.

Retomando la pregunta ¿la perseverancia es más importante que la disciplina?, definitivamente si, perseverar lo es todo, la disciplina por sí sola no te va a llevar lejos, necesitas tener la mirada en la meta fija, aun cuando la ruta se desvíe un poco o mucho.
En mi humilde conclusión nacemos para navegar nuestro barco cargado de sueños, nuestra determinación es el norte, diseñamos nuestro mapa que es la guía de esa ruta que creemos nos va a llevar a la meta, para lo cual necesitamos combustible que es la disciplina, esa que mueve el barco hacia adelante o lo frena y Dios que es el viento, ese que nos abraza en todo momento, quien mueve las olas a nuestro favor o nos desvía del camino para cumplir una nueva misión o porque debemos aprender algo nuevo, pero que nos vuelve a encaminar una y otra vez porque Él escucha nuestros deseos siempre. De vez en cuando debemos hacer pausas en puerto para recargar provisiones, hacer ajustes al motor, tomarnos un descanso, pasar tiempo en familia, bajar del barco sueños realizados y cargarlos con nuevos sueños y seguir navegando en ese mar de emociones, en donde muchas veces llueve y hay tormentas, incluso huracanes, pero también sale el sol cada día y ver el atardecer es una bendición.

¡Siempre escucha tu corazón!
Gracias por leerme una vez más,
Nellyjop.

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